miércoles, 28 de abril de 2010

Comida

Hola,

Llevo una semana comiendo pollo. Intento comprobar la relación existente entre el pollo y el sexo anal al tiempo que reafirmo mi condición sexual (aunque no sé muy bien cuál es mi condición sexual). Además, trato de llevarle la la contraria a ese profeta del indigenismo ilustrado llamado Evo Morales. Me llama la atención lo dadas que son las religiones a decirnos qué podemos y qué no podemos comer. Rouco Varela y los suyos te dicen que hay determinados viernes del año en los que la carne está prohibida. No lo entiendo. Tampoco entiendo que Mahmud Ahmadinejad y sus ayatolás te prohiban comer cerdo y beber vino. ¿Es que acaso hay algo que aporte mayor felicidad que comer cerdo y beber vino? Lo de los judíos es un caso aparte. Son unos putos enfermos. Según ellos, solo puedes comer animales terrestres si rumian y tienen pezuñas, y solo puedes comer animales marinos si tienen aletas y escamas. Además no puedes mezclar la leche con la carne ni comer animales considerados impuros tales como el murciélago, el caracol, el guepardo, el loro o la ardilla. Lo dicho, unos putos enfermos.

Tampoco me fío de los vegetarianos rollo Dalai Lama, y no porque no me gusten las verduras sino porque no he conocido a ningún vegetariano con buen carácter. Los vegetarianos suelen estar buenos, sí, pero no hay quien los soporte. Son perfectos para follar pero más te vale salir de su cama nada más acabar si no quieres que te empiecen a poner la cabeza como un bombo. Tienen una querencia a la discusión, lo que les convierte en candidatos perfectos para participar en programas como 59 segundos o Sálvame de Luxe. No se pierden ni un documental de animales y se pasan media vida manifestándose bien sea contra los abrigos de piel, contra los toros, contra la matanza de focas o contra la energía eólica ya que, al parecer, hay muchos pájaros que se han dejado la vida en las hélices de los molinos de viento. Quede claro que a mí tampoco me gustan ni los abrigos de piel ni la matanza de focas y quede claro que soy de las que se alegra cuando un toro empitona a un banderillero de faralaes, pero no soy una radical que deja que su vida venga determinada por las fases lunares o por los príncipes de las mareas.

Ni he ido ni creo que vaya nunca al restaurante de Ferrán Adrià pero sería divertido ver a Evo, a Ahmadinejad, a Netanjahu, a mi ex novia la vegetariana y al cardenal Bertone compartiendo mesa en el Bulli. Supongo que Adrià terminaría de los nervios y se ratificaría en su decisión de cerrar el restaurante no ya por una temporada sino de por vida.

Besos.

Beta

jueves, 22 de abril de 2010

Lecciones de historia

Hola,

Si es miércoles por la noche y te quedas en casa se te plantean varias opciones. Una de ellas es escuchar a Santos Juliá hablar a propósito del asunto Garzón. El video es una clase magistral.



Pero si tu televisor no sintoniza CNN+ puedes optar por aprender la historia de otro modo.



Si optas por la segunda opción puedes llegar a ser presidente del gobierno de tu país y subirte a una tribuna para afirmar que comer pollo es causa de homosexualidad y calvicie. Gabilondo navega en audiencias del uno por ciento mientras que las divertidas clases de la palurda de Telecinco suelen estar en torno al trece por ciento. Evo Morales se plantea su candidatura en España. Vomito.

Besos.

Beta

martes, 20 de abril de 2010

¿Murió la Virgen María?

Hola,

Uno de los grandes atractivos de internet es que te permite zambullirte en la mierda sin necesidad de moverte de tu habitación. A algunos les da por coleccionar fotografías de niños desnudos y a otras nos da por meternos en paginas relacionadas con el clero, los "meapilas" y la religión en general. En una de ellas he leído un apasionante debate sobre la muerte de la Virgen. Es un tema que jamás me había planteado pero se supone que cuando eres cura y trabajas en el Vaticano te preocupan cosas como el creacionismo, la laca de uñas o cómo murió, si es que murió, la Virgen María. Teniendo todos esos temas pendientes ¿a quién le importan los curas pedófilos?

El propio Karol Wojtyla, siendo ya Papa, dedicó una de sus catequesis al asunto de la muerte de la virgen. No es tema fácil, lo reconozco, ya que solo hay dos alternativas y ninguna es buena:

La primera es que la Virgen, como cualquier hijo de vecino, la palmó. Es una hipótesis arriesgada ya que Dios no debería permitir que la madre de su hijo la palmara de, qué sé yo, un derrame cerebral. Si eso sucediera estaríamos hablando de un Dios bastante cabroncete que habría dejado a la madre de su hijo inválida, sentada en una silla con la baba cayéndosele. La iglesia no puede permitir que nos hagamos esa idea de Dios así que es lógico entender porqué la hipótesis ha quedado desechada.

La otra opción es que la virgen no la palmara. Hay que reconocer que esta alternativa mola ya que si no la palmó... ¡La Virgen está viva! Si las cuentas no fallan, la buena mujer debe andarse por los 2035 años más o menos. Supongo que, a estas alturas, y con el fin de pasar desapercibida, es posible que se haya recorrido toda la lista de cirujanos plásticos de oriente medio y que su cara parezca a dos alforjas cargadas de botox. Supongo que vive en una casa de renta antigua y que su casero está desesperado porque la mujer no termina de morirse y no ve la hora de actualizar el alquiler. Supongo también, que vive pegada a la televisión y que se indigna cuando ve que en lugares como Lourdes o Fátima una impostora veinteañera ha conseguido montar un chiringuito milagrero a base de supuestas apariciones falsas. Me cuesta imaginar qué habrá pensado hace unos días, en Semana Santa, viendo a Antonio Banderas cargando con una imagen presuntamente suya en demostración de fe. No tiene que ser fácil verte suplantada por imágenes de madera que todo el mundo idolatra mientras tú tienes que conformarte con pasar la mañana rellenando los paneles de "La ruleta de la Fortuna" que aparecen en televisión.

Besos.

Beta

martes, 13 de abril de 2010

Vida nueva

Hola,

En los últimos cuatro años me he mudado cuatro veces. Supongo que no puedo presumir de ser una persona precisamente estable. En dos de los cuatro pisos que he compartido, además del piso compartí la cama. En los otros dos no (afortunadamente). Hace unos meses lo dejé con María y, en mi vocabulario, romper significa mudarse así que acabo de alquilar una habitación en un piso del barrio de Salamanca. Así dicho puede parecer un paso atrás pero no lo es. La habitación en cuestión es espaciosa, con cama de uno treinta y cinco y cuarto de baño propio. En otros tiempos fue la habitación de servicio de la casa así que tengo hasta una entrada para mí sola.

La casa es inmensa ya que además de casa es consulta. El dueño es un tipo de cuarenta y pico años que acaba de separarse de su mujer y tiene alma de ONG. Además es psicólogo y yo soy una de sus pacientes. Según me ha explicado, no es la primera vez que alquila una de las habitaciones de su casa para pagarse los gastos así que para él no soy más que cuatrocientos euros y un rato de conversación después de cenar. Está bien que así sea aunque no descarto que dichas conversaciones me permitan ahorrarme los gastos de la terapia. Por si no es así, hay un montón de estanterías repletas de libros explicando mis psicopatologías.

En fines de semanas alternos tendremos la visita de Cassandra. Cassandra es una angelical niña de siete años cuya cabeza (supongo) hará giros de trescientos sesenta grados mientras vomita puré de zanahoria y me llama puta. Filmarlo puede ser divertido. Le he preguntado a mi casero si trata a algún personaje famoso y se ha amparado en el secreto profesional para no responderme. Cualquier día pongo sus archivos patas arriba y lo largo todo.

Besos.

Beta

martes, 6 de abril de 2010

La Pasión según Benedicto

Hola,

Lo prometido es deuda.

(1)

Seis cuarenta y cinco de la mañana. Benedicto se sienta en un sillón con doce siglos de historia forrado con terciopelo rojo. Tiene un aire preocupado. Pues claro, claro que hice la vista gorda. Eso es lo que se hacía, la vista gorda. No digo que sus actos no pudieran ser considerados como abusos pero llevamos siglos conviviendo con los abusos y nunca ha sucedido nada. Nuestro propio negocio, el negocio de la iglesia, está basado en eso, en los abusos. Abusamos del miedo y abusamos de nuestro poder. Convencemos a la gente de la existencia del pecado, de la culpa, del demonio, del infierno, del fuego eterno, los amedrentamos y abusamos de ellos convirtiéndoles en obedientes corderitos de los que podernos lucrar. ¿Son eso abusos? Claro que lo son, pero llevamos más de veinte siglos así, la gente debería haberse acostumbrado, tiempo ha tenido. ¿Hice mal? Es posible. Todo el mundo se equivoca. Quizás debí ponerme en la piel de aquellos doscientos niños, pero también podría ponerme en la piel de los millones que cada año mueren de hambre y de enfermedades que entre todos podríamos combatir. Podría ponerme en el lugar de todos ellos pero no soy Dios. Soy el Papa, no Dios. Si tuviera el poder para terminar con el mal en el mundo lo haría, pero no lo tengo. Así que lo único que puedo hacer es acostumbrarme a lo que tenemos. A pesar de todo el mundo es un buen lugar para vivir y no creo que haya que cambiarlo. Dentro de unos días voy a cumplir ochenta y cuatro años. ¿Qué pretenden que haga un anciano de mi edad?

(2)

Ocho y veintitrés de la mañana. El Papa termina de desayunar un café con leche, un zumo de naranja y un pedazo de bizcocho de pasas recién hecho. También se ha tomado ocho pastillas que le ayudan a conservar su salud. Regresa al despacho. Quizás si me confesara me sentiría mejor. No me gusta estar en la portada del New York Times por este tipo de cosas y, aunque creo que no tienen razón y que me han convertido en su cabeza de turco, no puedo desprenderme de cierto sentimiento de culpa por lo que hice. O por lo que no hice. Pero aquí no. No me fío de nadie. Me gustaría poder confesarme anónimamente, como un fiel más. El Palacio se ha convertido en una prisión. Vivo en una cárcel dorada. Echo de menos cuando no era así. Recuerdo aquel Camino de Santiago, aquella peregrinación anónima, durmiendo en albergues, viviendo de la hospitalidad, firmando como Benedicto en vez de como Joseph, no fuera que alguien me reconociera. Y ahora que soy Benedicto me gustaría volver a ser Joseph, aunque no fuera más que por un tiempo, un breve lapso de tiempo. Pero es tan difícil salir de aquí sin ser visto. Tendría que disfrazarme, vestirme de calle, con traje, con corbata, con un peinado diferente quizás. Puede que en la habitación donde están almacenadas todas mis cosas anteriores al pontificado encuentre algo que me sirva. Creo recordar que había algunos trajes.

Diez horas, cuarenta y dos minutos. ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí. Cuánto tiempo llevan cerradas las puertas de estos armarios? Dentro de unos días seis años. Seis años de papado. Cómo pasa el tiempo. No creo que nada de esto me sirva a día de hoy pero es mi única posibilidad. Joder, cómo he engordado, se nota que ya no me muevo. Con lo que a mí me gustaba pasear... esa es otra de las cosas que no puedo hacer aquí. No consigo abrocharme pero quizás podría sujetarme los pantalones con el cinturón. Sí, es evidente que van desabrochados pero nadie tiene porqué fijarse, la gente no se fija en esos detalles, soy un anciano de ochenta y cuatro años, ¿quién se va a fijar en cómo voy vestido? La americana casi no me deja respirar pero también puede ir desabrochada, eso sí que no importa. Además así resalta más la corbata. La clave está en la corbata. Nadie se imagina a un Papa con corbata. Eso sí, hay que reconocer que lo mejor de ser Papa es que puedo llevar la ropa tan ancha como me de la gana. Se observa en un espejo, primero de frente, luego de perfil. Bueno no está del todo mal. Si me peino hacia atrás y me pongo gafas... cada vez me parezco menos a mí mismo. ¿Quién ha dicho que el hábito no hace al monje?

(3)

Trece horas cuarenta y ocho minutos. Como en las películas de cárceles, Benedicto espera el cambio de guardia para escapar. Se ha recortado unos mechones de cabello y, con un poco de goma arábiga, se los ha pegado sobre el labio superior a modo de bigote. También se ha camuflado tras unas gruesas gafas de concha que lleva siglos sin utilizar y que le pueden ayudar a pasar desapercibido. Observa el reloj, faltan solo dos minutos. Repara en su anillo, el anillo papal. Duda si quitárselo pero decide que no, si las cosas se tuercen el anillo podría convertirse en su principal salvoconducto. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, es la hora. Abre la puerta con suma cautela. Se asoma al pasillo. Nadie. Se escucha de fondo el sonido de las gruas trabajando en la calle, pero nada más. Todo parece tranquilo. En un par de minutos aparecerá por ese pasillo el guardia de relevo. Benedicto escapa en dirección contraria. Desaparece por una puerta, desciende por unas escaleras por las que sabe que apenas pasa nadie. Si le sorprendieran le darían el alto con toda seguridad pues ningún seglar puede recorrer esos pasillos. Aprieta el paso. Finalmente consigue llegar a una puerta de la que cuelga con un cartel de prohibido el paso. La franquea. Lo ha conseguido, se encuentra en una de las estancias del Museo Vaticano. Cuando está a punto de confundirse con un grupo de turistas con acento sudamericano repara que está siendo observado por una cámara de seguridad. ¡Mierda! Espero que el encargado de la vigilancia no estuviera mirando al monitor y no se haya dado cuenta.

Escucha las explicaciones del guía pero cree que lo más seguro es despistarse del grupo y escapar para evitar ser reconocido por alguien. Las apariciones son un clásico entre la feligresía católica y, en cualquier momento, alguien puede señalarle con el dedo y comenzar a gritar: "¡El Papa, el Papa!". Se rezaga y se aleja. Recorre las dependencias en busca de una salida que, finalmente, alcanza. La luz le ciega. No sabe si es el sol o el mismo Dios quien le alumbra. Se siente como un preso después de pasar meses encerrado en una mazmorra. Es Steve McQueen en Papillon.

A las puertas de la Basílica de San Pedro centenares de turistas se agolpan buscando restos de Dios. Benedicto los observa, agacha la cabeza, y enfila en dirección al Puente de Victor Manuel con el fin de atravesar el Tiber y alejarse. Se siente extraño pudiendo caminar por la calle sin la necesidad de tener que parapetarse detrás de un cristal blindado. Luego rebusca en sus bolsillos. ¿Cuánto dinero tengo? Ochenta euros no es mucho pero me ha sido imposible conseguir más. El Papa nunca lleva dinero encima. ¿Qué se puede comprar con ochenta euros? ¿Cuánto cuesta un café? ¿Y una entrada de cine? ¿Y un billete de tren con destino a Ravenna? Ravenna fue la primera ciudad italiana que conocí. Uno nunca se olvida de sus primeras veces. Recuerdo mi primera comunión, la primera noche en el seminario, la primera vez que escuché hablar a Adolf Hitler. No tengo la culpa de haber nacido en Alemania.

(4)

Dieciséis horas, tres minutos. En Roma hay más de cuatrocientas iglesias en las que purificar el alma. Benedicto escoge una al azar, se arrodilla, relata algunos de sus pecados y se guarda otros. A medida que habla, le asaltan la cabeza algunas imágenes del pasado. Unas son reales, otras producto de la fantasía. Aprieta los puños, le sudan las palmas de las manos. Dios mío, ayúdame a superar mis debilidades, dame un corazón de hielo tras el que poder protegerme. Hazme inmune a los deseos y a las pasiones. Condúceme hasta tí. Desde el otro lado de la celosía una voz pronuncia las palabras mágicas: "Ego te absolvo pecatis tui". La religión católica se basa en el perdón. Por muy grandes que hayan sido las atrocidades cometidas la iglesia siempre estará dispuesta a otorgarte el consuelo del perdón aunque mo está muy claro si lo hará por convicción o por miedo a perder clientela.

La vida se ve desde otro prisma cuando la culpa desaparece y eso hace que, después de haberse confesado, Benedicto se convierta en una persona jovial dispuesta a disfrutar de las horas de libertad que le restan antes de regresar al cautiverio papal. Tiene ochenta euros , ganas de agastárselos y unas cuantas horas antes de que la carroza se convierta en calabaza. Está hambriento, necesita comer algo. En una pizzería con terraza duda entre pedirse una caprichosa o una napolitana. Opta por la segunda y una botella de San Benedetto. En la mesa de enfrente un tipo le observa. ¿Me habrá reconocido? Lo dudo, con esta pinta que llevo no me reconocería ni mi propio hermano. Observa a su observador. Debe tener unos cuarenta años. Lleva desabrochados dos botones de la camisa y barba de un par de días. Benedicto le sonríe. Instantes después de hacerlo se pregunta por el significado de esa sonrisa. Quizás haya sido un gesto de cortesía, o de satisfacción, o de envidia por la juventud perdida. El tipo de enfrente agacha la cabeza y pone cara de "dónde te has creído que vas con ese bigote absurdo y esa camisa a punto de estallar". Benedicto insiste y ahora sabe que su mirada es producto del deseo de ver otro botón desabrochado, u otros dos, o todos. El tipo, molesto, paga su cuenta, se levanta y se va. Benedicto pide una cerveza.

(5)

Veinte horas cuarenta y seis minutos. Anochece. Benedicto camina por el centro de Roma con seis euros en el bolsillo. El resto se lo ha bebido. Pasa frente al Coliseo y luego enfila por la Via del Fagutal en dirección a Cavour. Se detiene entre dos coches y mira a su alrededor. No ve a nadie, afortunadamente no es una calle demasiado transitada. Se baja la bragueta y se alivia la vejiga. Un gato maulla en señal de protesta y sale corriendo de debajo de uno de los coches. Benedicto prosigue hasta Cavour y, unos metros más allá, se pierde en un pequeño callejón llamado Via in Selci. A medida que la calle se va empinando cuesta arriba Benedicto recuerda que Roma fue fundada sobre siete colinas. Cuando sus ochenta y cuatro años le dicen basta se detiene. Se encuentra frente al número 69 de la calle, ante un cartel en el que puede leerse la palabra "Hangar". Del interior escapa música a gran volumen. Benedicto decide adentrarse. Desciende por unas escaleras oscuras por las que suben unas notas metálicas que amenazan con romperle los tímpanos. Tiene la sensación de estar bajando a las catacumbas. De repente se encuentra rodeado de jóvenes que mueven sus torsos desnudos al ritmo que les marca la música. A tientas logra alcanzar la barra y se aferra a ella igual que un náufrago a su tabla. Pide una cerveza. Una pareja de tipos vestidos de cuero le observa desde el otro extremo de la barra. Benedicto se bebe la cerveza de un trago y se dirige hacia ellos.

- ¿No debería estar usted cuidando de sus nietos?
- Para qué quiero nietos habiendo gente como vosotros a la que cuidar.
- Usted no quiere cuidarnos, quiere otra cosa.
- ¿Cómo lo has adivinado?


Los dos tipos se miran como preguntándose qué hacer. Le observan como si fuese un animal exótico.

- Usted no podría con nosotros.
- ¿Quieres que te lo demuestre?

Se miran. Uno le pregunta al otro si "trinchan el pollo". Deciden que sí. Se llevan al Santo Padre hasta uno de los servicios. Es un lugar oscuro y sucio, con un retrete, un lavamanos y una diminuta ventana de ventilación por la que se ven los pies de la gente que pasa por la calle. Le ponen de cara a la pared. Le bajan los pantalones, le separan las piernas y cargan contra él por turnos. En la oscuridad apenas se vislumbra nada salvo el reflejo dorado del anillo papal rechinando en la pared. Benedicto exhala gemidos de dolor mezclados con frases en latín mientras alguien aparca su coche en el exterior. Las luces de los faros penetran por la ventana y un haz de luz ilumina el rostro de Benedicto. El sudor ha hecho que el bigote se despeque arruinando el camiflaje del Santo Padre. Entonces uno de los hombres grita aterrado "¡Ostia, que nos estamos follando al Papa!", antes de salir corriendo.

(Ficción)

Besos.

Beta