Es veinticuatro de diciembre del 2022. Como todos los veinticuatro de diciembre, hoy será un día largo. Son las ocho de la mañana, llevo tres horas despierta, dando vueltas a una historia que vive sepultada en el fondo de mi memoria. De vez en cuando asoma. De vez en cuando la vuelvo a enterrar.
Cuando era niña, vivimos unos años en la calle Hortaleza. Estoy hablando de los primeros noventa. Ni Chueca ni Malasaña tenían nada que ver con lo que han sido después. La mayoría de los locales comerciales dormían tras una persiana mugrienta meada por los perros. Enrique Urquijo había muerto de sobredosis en un portal de la calle del Espíritu Santo. Mi madre solía hacer la compra en El Corte Inglés aprovechando que le enviaban el pedido a casa. También iba bastante a una pequeña tienda de ultramarinos que había junto a Fuencarral y que hace mucho que dejó de existir. Yo tenía diez años. Me movía por el barrio con cierta soltura y era capaz de ir a recoger un encargo a la tienda de ultramarinos.
Un sábado, eran las doce del mediodía, mi madre me pidió que fuera a por unas cosas que había encargado por teléfono: algo de fruta, café... no recuerdo qué más. No importa. Obedecí. Caminé las cuatro manzanas que nos separaban de aquella tiendita de barrio. El encargado, se llamaba Miguel, me dijo que no tenía que pagar nada, que ya haría cuentas con mi madre. Regresé a casa. De camino se pasaba por delante de un barucho infecto llamado "Las tres carabelas", del que salió un tipo con barba. No puedo decir exactamente qué edad tenía, quizás treinta y pico, un poco más, un poco menos. Se dirigió a mi y me preguntó si sabía cómo se iba a la Plaza de Colón.
En la Plaza de Colón estaba el Centro Cultural de la Villa, actual teatro Fernando Fernán Gómez. Era un sitio que me encantaba porque podías caminar por debajo de una cascada de agua a través de la que se accedía al teatro. Luego sustituyeron el agua por unas luces y aquello dejó de tener el menor interés. También había (supongo que sigue estando allí aunque hace siglos que no voy) una especie de mosaico en el que se explicaban los cuatro viajes de Colón a las américas. Sabía donde estaba la plaza de Colón pero no me resultaba fácil explicar cómo llegar hasta allí. Recordemos que tenía diez años. Ante mis confusas explicaciones el hombre me pidió si le podía acompañar un poco. Tengo que llevar esta bolsa a casa -pensé-, pero, quizás, si me doy prisa y regreso corriendo... Callejeamos hasta que el tipo se detuvo frente a un portal. "No te preocupes, creo que aquí vive un amigo mío que quizás pueda ayudarme. Creo que es aquí, espera, acompáñame", dijo. Entramos en el edificio y subimos el primer tramo de escaleras. Nos detuvimos. Había uno de esos ascensores antiguos, enjaulados en el hueco de las escaleras. Se detuvo. "Creo que es ahí". Me miró. Me acarició el pelo. No lo entendí. Tenía diez años. "No, vámonos. Sígueme y no digas nada". Cargué mi bolsa y caminé a su lado. Pensé salir corriendo pero no lo hice. Me habría alcanzado. Nos detuvimos delante de otro portal. "Es aquí". Entramos. Descendimos por unas escaleras oscuras que quizás condujeran a un sótano, o a unos trasteros, o a una carbonera. Se agachó. Me dijo que no me preocupara, que no me iba a hacer daño. Me besó. Me metió la lengua. Su barba me raspó la cara. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pude ver como, poco después, se sacaba la polla. Estaba empalmado aunque yo no sabía que era aquello. "Me dijiste que no me ibas a hacer daño", dije. No recuerdo si respondió porque entonces sucedió lo que me ha pasado cada vez que he tenido miedo en mi vida: me desmayé.
Las palmadas en la cara me despertaron unos segundos, quizás unos minutos después. No podría precisar el tiempo. "Espera unos minutos, y luego te vas", dijo antes de desaparecer. Me quedé en la oscuridad de aquel sótano. Conté hasta cien. Recogí mi bolsa de alimentos y subí las escaleras. Salí a la calle. Miré a ambos lados. No le vi. Caminé hacia casa, girando la cabeza de vez en cuando para cerciorarme de que no me seguía. Llamé al telefonillo. Subí. Entré. Dejé la bolsa en la cocina. Mi madre no me preguntó por mi tardanza. Me senté en el cuarto de estar. Poco después vino. "¿Te pasa algo? Le conté que al pasar frente a "Las tres carabelas" un señor me había preguntado si sabía cómo ir a la Plaza de Colón. Rompí a llorar. ¿Qué te ha hecho?
Fuimos hasta el médico, un pediatra con consulta privada llamado Sotero. Repetí mi relato, lo que recordaba de antes del desmayo. Me bajé las bragas. No hallaron secuelas. Oí que hablaban de llamar a la policía. Decidieron no hacerlo. Si no había sido violada quizás era mejor no someterme al trago de volver a contar la historia. Hasta hoy.
No se trata de convertirme en víctima. No me gusta ser víctima. Nunca he contado esta historia. Vivo con ella, sepultada en el fondo de mi cabeza. No me hace daño. Los años y el olvido apaciguaron mis rencores. Solo tenía diez años. Supongo que aquel tipo, si sigue vivo, será un anciano que hoy celebrará la navidad junto a sus nietos. O puede que le cazaran, le mandaran a la cárcel, y le mataran de una paliza después de meterle una barra de hierro por el culo.
No vengo mucho por este blog. Está cerrado, detrás de una persiana meada por los perros. Quizás mejor así.
Feliz navidad.