Había comenzado a escribir una entrada titulada "Manuela". Otra sobre las elecciones. A veces recuerdo que, en alguna carpeta, guardo un título doblado donde dice que terminé mi carrera de socióloga/politóloga y me siento tentada de ponerme a pontificar. Afortunadamente se me pasa. Nunca he sido demasiado dada a escribir las cosas que pensaba. Prefería hacerlo sobre las cosas que deseaba. O las que amaba. Se me da mejor hablar con el coño que con la cabeza. Regular hablar sobre mis sentimientos. Y eso es lo malo. Tengo un doctorado en amores no correspondidos y frustrados. Tengo otro en farmacopea, pues siempre he buscado el camino más corto para aliviarme.
Me han salido canas.
Hace meses. Hace años que no me acuesto con nadie. Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, dejé que (esporádicamente) alguien utilizara mi cuerpo a cambio de unas monedas. Ahora estoy más cerca de ser yo quien pague por utilizar el cuerpo de otra persona. Me detesto. Tengo una pequeña cojera y varias cicatrices. A menudo me da por pensar en las ocasiones perdidas, en los nombres de aquellas personas que han atravesado mi vida y a las que he hecho desaparecer. Me lamento, y esa es la peor manera de inspirar una cierta compasión.
Leopoldo María Panero pasó años encerrado en el hospital Aita Menni de Mondragón. Por los pasillos del edificio arrastraban los pies internos de mandíbula caída y rostro deformado sin saber qué destino darse. La vida consistía en dejar pasar el tiempo y nada más. Pocos de ellos sabían que aquel psiquiátrico con olor a orín había acogido, a finales del XIX, un hermoso balneario al que acudían ilustres veraneantes desde la capital. Pocos sabían que la suerte del balneario había cambiado la mañana en que Cánovas del Castillo fue asesinado en uno de los bancos de la galería, pasando a ser entonces un lugar maldito que terminaría por verse obligado a cerrar sus puertas. Me siento un poco así, como un psiquiátrico con olor a orín levantado sobre la extinta belleza de un balneario de pasado lustroso.